Cabezas Rojas, el artificio del espanto
Santiago Rueda, 2018
Con la exposición de Víctor Hugo Bravo parece reanudarse una vez más, la intermitente presencia de artistas chilenos en Colombia. Probablemente desde la presentación de El complejo de Claudia del Fierro en el Museo de Arte Contemporáneo (2016), no se veía una muestra que de tantas maneras tenga tanto que ver con Colombia. Y es que el conjunto de objetos, fotografías, banderas, impresiones digitales y dibujos del artista, tocan muy de cerca preocupaciones centrales a un país que se encuentra ante la (im)posibilidad de terminar su larga guerra civil, que ha hecho de las armas constante amenaza a la vida.
Volvamos atrás citando lo escrito hace dos años sobre El complejo:
El complejo, de Claudia del Fierro, es una instalación que comprende documentación de archivo y videos, y trata un raro caso de exterminio de un reducido grupo de rebeldes armados, sucedido en 1981 en la zona de Neltume, Chile. La historia, sorprende por sus características –el surgimiento de un foco guerrillero en una apartada región del sur de Chile– y tal como es presentada, despierta interrogantes:
Qué lleva a un grupo de quince hombres a crear un foco de resistencia en un lugar alejado y en duras condiciones climáticas y geográficas en un país radicalmente militarizado y controlado? Qué posibilidades de supervivencia, apoyo y desarrollo tenían frente a una comunidad castigada duramente por la dictadura chilena?
La reacción militar desmedida –2000 hombres en acción– y el consecuente exterminio de los integrantes del grupo; la versión alarmista y triunfalista de la prensa del momento; y los testimonios de Pedro Cardyn, superviviente de la misión, nos llevan a la historia de una gesta de tintes heroicos y casi suicidas, desconocida y sorprendente debido a su singularidad. Pero también El complejo nos sirve para preguntarnos sobre una parte de la historia reciente de los países de centro y sur américa, el sueño de la revolución panamericana, la utopía socialista en Chile, el camino sin salida de la lucha insurgente y el miedo que aun vivimos en nuestros países, a conmemorar nuestras víctimas, como atestigua en el video que conforma parte de la instalación Angélica Navarrete, colaboradora del pequeño Museo de Neltume, donde se recuerda a las víctimas de esta tragedia.
A la vez, los hechos recuperados en El complejo, puede verse como el epílogo del sueño de libración continental que inicia con la revolución cubana, la antesala de la década de los 80, la que en palabras de Carlos Jiménez es “la del regreso de la democracia y del auge del neoliberalismo, y en los que la fuente más ominosa del terror ya no son ni los paramilitares ni los guerrilleros en franca desbandada sino aquello que el artista peruano Herbert Rodríguez califica de violencia estructural, en un cuadro collage que superpone los distintos rostros de la misma: el terrorismo, los secuestros, el racismo, la corrupción, el sida, el consumismo, las drogadicciones.” 1
El complejo, valiéndose también de los discursos y las prácticas de la arqueología y del “impulso archivístico”, hace parte de la nueva producción artística de las Américas, en la que los artistas están construyendo a partir de hechos singulares, una nueva versión de la historia.
En este contexto es necesario mencionar a Marcelo Brodsky quien presentó en el espacio El Dorado de Bogotá Mitos fundacionales (2017), exposición individual en la que reunía cuatro series suyas recientes, Mito fundacional, Relación carnal, 1968 el fuego de las ideas, y Migrantes. La primera es un tríptico, donde cada imagen es compuesta por la reproducción de un mapa de América del Sur de 1617, con fotografías cosidas a mano sobre su superficie, y con intervenciones con crayón y acuarela.
Brodsky tuvo acceso gracias al Archive of the modern conflict, dirigido por Timothy Prus –éste último quien lanzó el brillante foto libro The cow and the orquid. Generic colombian photography, con la editorial bogotana La Silueta– a un álbum familiar de un oficial del ejército colombiano, identificado como JMG. A través de algunas de las fotografías de este álbum dispersas temáticamente en éstos tres mapas, Brodsky reconstruye la vida militar del oficial. Inicialmente en el primer cuadro, su formación en cursos en los Estados Unidos. En la segunda imagen, se reconstruye su participación en la guerra de Corea con el llamado Batallón Colombia, enviado para apoyar a los Estados Unidos. Es interesante que Brodsky mencione este conflicto, donde participaron 4300 soldados colombianos, enfrentando a soldados y civiles de un país con el que no tenía razones para luchar. En ambos cuadros, Brodsky se vale de sus notas en crayón para señalar tanto las luchas de descolonización de la segunda mitad del Siglo XX –Argelia, Vietnam– como para señalar la intervención militar de los Estados Unidos en este país, como el llamado Plan Colombia (1999-2006), escribiendo en crayón el nombre de las bases militares usadas libremente por el ejército de los Estados Unidos en el territorio nacional –Malambo, Palenquero, Apiai–.
Finalmente, en la última imagen se presentan imágenes del desembarco aerotransportado del ejército colombiano en la Operación Marqueta de 1964, el ataque a cuatro aldeas campesinas que en del sur del país que habían decidido vivir en relativa independencia y autogestión.
La brutalidad del ataque militar tuvo consecuencias insospechadas, pues ese pequeño núcleo campesino de cerca de 400 personas fue atacado con bombardeos aéreos y más de 1600 soldados, resistiendo el exterminio, y convirtiéndose eventualmente en las FARC, en pie de lucha desde entonces hasta el año 2017, y hoy un partido político. La llamada Operación Marquetalia, sirvió a los Estados Unidos, para poner a prueba tácticas y estrategias de contra insurgencia, a costa de la vida de civiles, y aupados por los dirigentes colombianos.
El tema continúa en otro tríptico presentado, Relación carnal, donde toma tanto imágenes del ya mencionado álbum y recortes de prensa para emplear la misma estrategia de collage contra un mapa de las “Indias occidentales” -el Caribe en este caso- para trazar la historia de otras intervenciones militares en otros países del área.
El momento escogido por Bravo es otro, aunque está de muchas maneras relacionado con el espacio y el tiempo específico escogido por Del Fierro y Brodsky. En su exposición la omnipresencia de lo militar en las obras presentadas –tanques de guerra, manoplas, submarinos, banderas camufladas–, son recordatorio de lo que no queremos volver a vivir. El proyecto es una reelaboración de Ciudad negra, exposición que Bravo presentó éste mismo año en el Museo de la Solidaridad Salvador Allende de Chile. Estas ciudades rojas, negras, desafortunadamente son un fiel retrato de la ciudad de América Latina hoy: Caracas tomada por las bandas de jóvenes delincuentes, Managua y Masaia levantadas en armas, Río de Janeiro militarizada, la violencia rural en México y Colombia.
Sus dos versiones, la ciudad negra de Santiago y la ciudad roja de Bogotá, recuerdan inmediatamente a las Ciudades de la noche roja de William Burroughs, esa novela no lineal que cruza la historia –cierta o no– de un grupo de ciudades localizadas en el desierto del Gobi hace 10.000 años, de una comunidad pirata del siglo XVIII, anárquica y libertaria, y una trama policíaca a fines de siglo XX, escenarios y situaciones utilizados por el escritor como una metáfora para describir el clima de paranoia y opresión de la guerra fría.
En la exposición de Bravo podía respirarse el mismo clima de la novela de Burroughs: La existencia de organizaciones secretas que trabajan bajo nombres clave, la sociedad de control global y sus agentes, el armamentismo imperante, el interés por la sexualidad y la muerte, en suma, un análisis poético de la necro política que campea en el mundo hoy. Quizá no sea casual que Bravo se haya interesado en actuar en países de Europa del Este como Polonia, Alemania y Eslovaquia, donde el barniz bélico y el fantasma del totalitarismo aún están frescos, y donde ha realizado varias exposiciones recientes, fabricando las piezas insitu como hizo en Bogotá, y en constante diálogo con el lugar.
Para Cabezas rojas, Bravo se animó a revivir obras suyas mostradas en la ciudad hace más de una década e incluyó fragmentos de obras de otros artistas, además de fabricar en el corto período de un mes, piezas escultóricas de gran, mediano y pequeño formato, cubriendo las extensas salas de la galería.
En la exposición, presentó de nuevo las fotografías sexualmente explícitas de I kill my curator, que son parte del foto performance del mismo nombre y que ya había expuesto como se dijo anteriormente en la ciudad más de una década atrás, en el año 2007 en la extinta Galería Santa Fe de Bogotá, y que en este contexto completaban esta ambiciosa puesta en escena sobre el poder, la dominación y la violencia organizada, entendidas como fuerzas opuestas precisamente al misterio, a lo utópico, a lo poético y a la invención, entendiendo éstas últimas como potencias, materiales y espirituales, para resistir la gran confrontación biopolítica actual, en la que todos, conectados por las redes electrónicas y tecnológicas nos hemos venido viendo forzados a vivir.
La instalación en general, era un cruce de los universos de la ciencia-ficción, los videojuegos, la iconografía del punk y el metal, las películas de terror, el animè, las fotografías de Joel Witkin y Bárbara Kruger, Joseph Beuys y el accionismo vienés. En suma, la exploración de los fluidos y de los secretos, de las secreciones y las represiones, de los decesos y los excesos, de la escatología, la antropofagia y el universo cyborg. Éste carácter, entre amenazador y festivo, entre autoritario y anárquico, entre mesiánico y apocalíptico que tenía la exposición, funcionaba y permitía razonar y racionalizar sobre el desajuste y el desequilibrio –espiritual, intelectual, social, político–, como una condición que en esencia interesa a Bravo. En entrevistas anteriores, el artista ha hablado sobre su temprano interés en Nietzsche, y es evidente el hondo sentido de lo trágico que invade esta ciudad de cabezas rojas, modelada con objetos plásticos, basura, ladrillos, madera, pintura, papel, telas, cintas y cables. La formación y la vocación de pintor de Bravo, se veía satisfecha en las capas de pintura que aplica sobre sus maquetas de máquinas de guerra, y en los dibujos sobre papel donde sintetiza incógnitas y reflexiones que van más hacia lo orgánico, el cuerpo y lo inerte que hacia lo militar.
Anteriormente se mencionó que la exposición tiene mucho que ver con el contexto colombiano, donde son las armas las que hablan. Cauca, es el mapa de ese departamento (provincia, estado) de Colombia hecho en casquillos de bala por el artista Edinson Quiñones, quien también se ha tatuado y arrancado, despellejando su espalda en el performance la figura de un coquero precolombino.
Otros trabajos de Quiñones, con balas labradas para armar palabras y fotografías de periódico, exponen el programa de limpieza social que se realizó en Popayán indicadas pasadas, ciudad donde vive y capital del Cauca. Este departamento, hay que mencionarlo, ha sido llamado por los propios militares colombianos cómo Caucajastán, por la imposibilidad de “pacificar” un territorio donde se superponen los conflictos de las Colombia contemporánea –minería ilegal, cultivos de coca, marihuana y amapola, luchas entre terratenientes y comunidades indígenas, amplia presencia de movimientos armados fuera de la ley–.
Edwin Sánchez, en Inserción en circuito ideológico número uno (2010), actuando según las premisas de Cildo Meireles y tomando prestado el nombre de su obra, documenta su compra de un revólver de manera ilegal en Bogotá, conectando con la delincuencia común y realizando un mapa de todo este proceso. En el revólver grabó frases propias de todo artista y sus anhelos –quiero vender todas mis obras, quiero hacer arte político– renovando la vieja ecuación que compara al artista con el marginal, el artista como outsider. En otros proyectos, Sánchez ha trabajado con los contextos que bordean la ilegalidad y cuestionan la milicia. En Los héroes en Colombia si existen (2011), Sánchez se apropió del lema del ejército colombiano, para realizar un vídeo porno protagonizado por un ex miembro del ejército colombiano, que había perdido una pierna en combate por una mina antipersonal, llamada “quiebra patas” en Colombia, y una joven prostituta del llamado barrio San Santa Fe, del centro de la ciudad. En la instalación, presentada en la Alianza Francesa en Bogotá, el vídeo podía verse a través de unas cajas con pequeños orificios, a la manera de Étant donnés de Marcel Duchamp. Sánchez, había descubierto con anterioridad que estos hombres mutilados. Gastaban buena parte de su pensión de invalidez de guerra en este barrio, y conoció y pagó a los dos jóvenes para realizar este vídeo.
Volviendo a Bravo, no creo que le interese ser un moralista, y decirnos que está bien y que está mal, de hecho, algunos objetos nos atraen por su filosa peligrosidad. Creo que sí le interesa, y el hecho de rehacer las obras de la exposición en cada ciudad que trabaja, en expresar su necesidad de comunicar y comunicarse con fuerzas elementales mediante el rito creativo. Este aspecto performativo, que en proyectos anteriores se manifestaba de una forma más sexual y escatológica, más violentamente opuesta a una moral convencional, donde fotografías forenses, médicas y pornográficas se combinaban con elementos metálicos punzantes y material orgánico, como arpones, huesos y moldes de yeso, continúa a lo largo de los años sin perder su potencia. En Bogotá, lo hizo usando la materia para invocar potencias espirituales, en este caso dioses de la guerra, ya fuese Ares, ó su equivalente Ogum, ó éste último transformado en San Jorge, a quienes Bravo parecía querer conjurar en ésta intervención. En Bogotá el artista renovó sus fórmulas mágicas para comprender, racionalizar y alejar, las fuerzas oscuras del espíritu humano. A esta lucha, disfrazada o muy franca, como lo queramos ver, está dedicado el artista.